Oribe Pereira Parada
Caía la tarde en campos del paraje Masoller aquel primer día del mes de
setiembre de 1904. Escenario de una batalla trascendental en que el ejército
gubernista se debatía con los revolucionarios del general Aparicio Saravia.
Las municiones escaseaban de un lado y otro, pero la motivación era diferente.
El ejército regular, disciplinado y estratégicamente posicionado; los montoneros
saravistas impregnados de coraje y admiración para con su caudillo en jefe.
Todo indicaba que la lucha continuaría cuando las primeras luces del amanecer
del otro día lo permitieran. Saravia disponía órdenes a sus jefes de división y
principales colaboradores. Recorría las líneas de fuego constantemente; el
tiroteo era intenso.
Su hijo Nepomuceno relata: “…Cuando el General se me acercó … Luego de
darme la última orden el General dio vuelta … iban en fila detrás de él, el Cte.
Eustaquio Vargas, el Ayudante Juan Gualberto Urtiaga, su abanderado el
valiente Germán Ponce de León y mi hermano Mauro.
La bandera desplegada y su poncho blanco por donde pasaban galvanizaban
las huestes ciudadanas.
Había recorrido unos treinta metros cuando su caballo fue herido de abajo
hacia arriba, posiblemente por un rebote de proyectil, en la paleta. El noble
animal dio una escaramuza y quedó hacia nuestro lado.
Al ver eso apreté espuelas a mi caballo y llegué hasta el General quien en ese
instante se agarraba la pierna derecha, con gesto de dolor, y le dije:
¿General, lo lastimaron en la pierna?
No es en la pierna, …ajo! – y sofrenó su caballo.
De inmediato lo rodeamos y Vargas lo ayudó a bajarse.
Ya en el suelo comentó:
No lo siento por mi; lo siento por mis amigos.
Muy cerca estaba y llegó enseguida, Alejandro Arrillaga quien se apeó y
agarrando con cuidado al General, se sentó de piernas abiertas para que la
espalda del General descansara sobre su pecho, amorosa almohada de un
sencillo y noble corazón de soldado heroico ofrendando a su Genera en Jefe,
quien reclinó sobre su pecho el dolor de su sufrimiento.
Se veían aún algunos fogonazos esporádicos, en la penumbra; el enemigo casi
había cesado el fuego.
El destino cortaba la marcha ascendente del Partido Nacional”.
La noticia de la herida corrió velozmente en las líneas saravistas. La moral
colectiva se vio afectada; una sensación de indefensión se generalizó porque
era el Caudillo Blanco, defensor de las libertades públicas, quien convencía y
animaba a las huestes montoneras.
Fue llevado a territorio brasileño, a la estancia de Doña Luisa Pereyra. Le
acompañó su hijo Mauro, el doctor Arturo Lussich y un puñado de servidores.
El cuadro médico se agravó y el día 10 falleció el Águila Blanca del Cordobés.
Hace hoy 121 años.
“Los muertos no tienen adversarios”, ha dicho Constancio C Vigil, a pocos días
del luctuoso 10 de setiembre de 1904, y agregó: “Yo espero que Saravia
tampoco los tendrá. Y si así no sucede, los enemigos vendrían a darnos la
razón, reconociendo que ese hombre es de aquellos que no mueren”.
Vivió, creyó y soñó, al extremo de inmolarse en una lucha encarada con
espíritu generoso por los derechos cívicos que hoy la historia nos interpela y
reclama mantener enhiestos.
Todo fue “Por la Patria”.
