Por: Ramiro García Pereira
Uruguay lleva más de una década acostumbrándose a lo inaceptable.
A los más jóvenes quizás les cueste creerlo, pero hubo un tiempo —no tan lejano— en que la violencia era una noticia aislada, no parte recurrente y habitual de nuestro paisaje cotidiano. Un “murió en el lugar” helaba la sangre; hoy apenas mueve una ceja.
Esta situación, no fue un cambio súbito, sino una lenta filtración: un goteo de hechos que nos cambió el modo de hablar y de sentir, hasta que la pregunta dejó de ser dónde pasó para volverse cuántas veces pasó hoy cerca nuestro.
Así se instala el miedo: despacio, hasta volverse costumbre.
Los últimos días no hicieron más que ponerle números a una sensación que ya todos teníamos. Ocho homicidios en cuatro jornadas —y otros ocho la semana anterior—, un ataque con granada a la casa de una fiscal de Corte pese a tener custodia, niños y adolescentes alcanzados por balas que no tenían destino ni nombre.
La violencia ya no es una anomalía: tiene estructura, financiamiento y jerarquías. Se organiza, se profesionaliza y, lo más grave, busca respeto social. Parte de la movida musical urbana ha empezado a vestir de épica al “vivo” del barrio que prospera a punta de pistola. No se trata de una cuestión estética o de gustos musicales; se trata de una disputa cultural por aquello que una sociedad elige admirar y venerar, por los modelos que se presentan como válidos para alcanzar eso que llamamos “éxito”. Cuando el delito empieza a reclamar prestigio, el problema deja de ser solo policial.
Y lo que inquieta es que ya no hablamos solo de Montevideo. En Lavalleja, nuestro ya no tan inocente Lavalleja, la violencia también cambió de escala y de tono. En pocas semanas vimos homicidios reiterados, autos de funcionarios policiales incendiados, viviendas atacadas y cámaras de seguridad destruidas a los tiros y con bombas molotov.
Hace poco más de una década, eso era impensable en nuestras calles. Hoy se comenta entre mates y mensajes de WhatsApp, con una mezcla de bronca, miedo y resignación que nunca debimos aprender. Lo que antes era un hecho aislado ahora es parte del clima, y el clima se nos está volviendo cada vez más irrespirable.
¿Dónde estamos fallando?
Uruguay no es un Estado fallido –todavía–, pero camina por la cornisa. Weber lo explicó con una claridad que no caduca: un Estado se sostiene sobre el monopolio de la violencia legítima y la capacidad efectiva de hacer cumplir la ley. Si la tasa de resolución de los crímenes violentos es baja y el mensaje práctico al delincuente es que las probabilidades lo favorecen, la apuesta criminal sube. La teoría de la ventana rota no es un eslogan: es el mecanismo por el cual el delito aprende —rápido— que lo que no se corrige se multiplica.
Mientras tanto, nuestra clase política queda atrapada en la doctrina de la papa caliente. El oficialismo invoca herencias y vientos regionales; la oposición convoca conferencias y pide renuncias. Unos gobiernan sin timón; otros comentan sin plan. El contrato entre políticos y ciudadanos es simple: yo te doy poder y buenos sueldos del Estado; vos me resolvés problemas públicos. Cuando eso se rompe, la bronca es razonable. Y fallar en seguridad —lo sabemos— tumba gobiernos.
El “gabinete en las sombras” no es un capricho: es un método
En algunas de las democracias con debates políticos más maduros que el nuestro, la oposición no espera a ganar para pensar: arma un gabinete en las sombras. Ministros en espejo a los del gobierno, equipos que estudian, cronogramas y metas públicas. Es un mecanismo que eleva el nivel, entrena cuadros y obliga al gobierno a discutir políticas, no titulares. En Uruguay, ese método es aplicable mañana si hay voluntad.
Y acá no hay excusas. El Parlamento ya dispone de una masa de recursos humanos que hoy se diluye en usos discrecionales. Según registros de comienzos de setiembre, en esta legislatura había 428 pases en comisión vigentes y 161 en trámite: potencialmente 589. En Diputados, 292; en el Senado, 136. Son cientos de funcionarios que hoy orbitan alrededor de despachos, muchas veces para resolver problemas de cercanía política. Si la oposición quisiera, podría redirigir una porción significativa de esos pases a conformar, ya, un gabinete en las sombras de seguridad —con trabajo serio y verificable—. Menos sillas para amigos; más trabajo por el pueblo uruguayo.
Un “GACH de la seguridad”: técnica, calle y límites claros
Del lado del Ejecutivo ya tuvimos una experiencia que vale recordar: el GACH.
Durante la pandemia, un grupo de científicos, médicos y académicos trabajó de forma honoraria, apartidaria y coordinada con el gobierno, aportando evidencia, método y criterio técnico en un momento de caos. No dictaban la política, pero la iluminaban: ayudaron a separar ruido de información, urgencia de estrategia.
Ese modelo demostró que el conocimiento independiente puede mejorar la política sin sustituirla. Fue una de las pocas experiencias recientes en las que Uruguay combinó ciencia, responsabilidad pública y sentido común.
Hoy necesitamos algo similar para la seguridad: un GACH de la seguridad. Un espacio plural, con expertos en criminología, sociología, tecnología, justicia y prevención social, trabajando de forma honoraria, fuera del eje partidario, con la única lealtad puesta en los datos y en el país.
No para reemplazar a los políticos, sino para darles método y perspectiva, para que las decisiones se basen en evidencia y no en impulso mediático. Uruguay no necesita más discursos: necesita pensamiento serio y coordinado.
En tiempos de tanto ruido, la técnica independiente no es frialdad: es sentido de Estado.
Abrir el círculo: más voces, menos eco
Pero hay otro problema igual de profundo, y está en la forma en que pensamos o discutimos la seguridad. Siempre hablan los mismos. Los mismos analistas, los mismos políticos, los mismos consultores girando en los mismos programas y paneles, repitiendo los mismos diagnósticos de siempre. Es un circuito cerrado, autorreferencial y endogámico, donde cada uno se cita a sí mismo y casi nadie escucha a quien vive el problema desde abajo.
Esa lógica no es solo aburrida: es antidemocrática. Porque cuando el debate público queda reducido a un pequeño grupo que se repite, el conocimiento se empobrece y la confianza social se erosiona. La seguridad no se construye desde un estudio de televisión ni desde un despacho, sino con policías que patrullan, fiscales protegidos, escuelas y liceos que contienen, clubes que integran, universidades que investigan y vecinos activos.
Los políticos que corrigen rumbos no son los que hablan más fuerte, sino los que se animan a escuchar mejor.
Mirar al mundo sin lentes ideológicos
Cuando miramos al caso de El Salvador por ejemplo, vemos que en el mundo hay modelos que han logrado doblegar el crimen y recuperar la convivencia, aunque a distintos costos. No hace falta imitarlos, pero sí estudiarlos con humildad, entender qué funcionó y qué precio se pagó.
Cada sociedad tiene sus propias fronteras morales y su propio contrato con la libertad; la clave está en aprender sin copiar, en adaptar sin traicionarse.
La seguridad es asunto de todos, pero la responsabilidad está distribuida de manera distinta. Al gobierno le toca fijar rumbo y sostenerlo; a la oposición, marcar los errores y proponer alternativas viables y bien desarrolladas.
