Pablo Melgar
Diego Burgueño padeció este país desde su primer día de vida. Su padre, un obrero de fábrica, salió a conocerlo y mientras esperaba el ómnibus, un comando tupamaro ingresó a los tiros por una calle de Pando y lo mató. Huérfano desde siempre, se apoyó en su madre y trató de salir adelante como pudo. Su caso resonó en todos los medios de comunicación, fue un referencia durante décadas.
Un día se hartó de tanta exposición y se fue del país. España lo recibió con los brazos abiertos y le ofreció un lugar. Armó una vida nueva. Se hizo carpintero pero probó otros oficios. Así estuvo hasta que un día aceptó volver. Ya gobernaba el Frente Amplio y algunos creían que podría tener un futuro político por su condición de símbolo de un pasado horroroso.
En realidad no buscaba la gloria. Apenas pretendía que lo trataran con la misma dignidad que las otras víctimas. Esas que algunos suponen que pertenecen a otro bando cuando, en realidad, la muerte y la violencia reúnen a todos los seres humanos.
Reivindicar a las víctimas de la guerrilla no fue una tarea fácil en pleno gobierno de izquierda, tampoco fue simple para él en el período de la Coalición Republicana. Muchas se escondían por miedo a la burla o la humillación pública.
Cansado de tanto desprecio, organizó una asociación de víctimas. Logró algunas cosas, entre ellas una pequeñas reparaciones económicas y algo de respeto para su grupo. Nunca logró desarrollar una infraestructura política y moralista que incluyera a las víctimas de la guerrilla. No hay espacio político para eso en nuestro país. Nadie marcha por 18 de Julio por estas víctimas.
Ahora, pasado el gobierno de Coalición, muertos casi todos los líderes de la guerrilla y con algunas medallas ganadas a fuerza de darse contra todo, Diego Burgueño resolvió irse del país. Se irá a una pequeña aldea de Galicia. Será carpintero, un oficio perdido en la vieja Europa. Es la cuarta vez que arranca desde cero. Ya tiene unos cuántos años encima y siente que volverá.
Antes de irse escribió estas líneas a algunos de sus amigos:
Carta de despedida
Quizás por el cúmulo de garrotazos que me ha dado la vida es que ya tengo el dolor asumido en mi ser. Sí, es verdad, esperaba mucho más de mi paisito. Pero la indiferencia, obviando un pasado tan trágico y tan vigente a la vez, me da la razón en aquella frase que una vez copié porque la escuché y la hice mía:
«No me preocupa combatir a la izquierda, tengo el conocimiento y las ganas de hacerlo por mi país y por la democracia. Lo que sí me preocupa, y con eso no puedo, es la indiferencia de los que no lo son.»
Me voy muy decepcionado. Y, poniéndole un poco de humor —aunque poco tiene— me voy con tendinitis en los hombros, de tantas palmadas en la espalda que recibí. Pero solo eso. Porque cuando he mirado para el costado en medio de la lucha, siempre estuve solo o con los pocos de siempre.
Le escribiré una carta al expresidente Lacalle Pou despidiéndome, y la haré pública en mis redes. A la prensa no me gasto: me hicieron el vacío. Apenas conseguí alguna nota cuando ya cansado de mendigar me daban lugar. Quizás, y solo quizás, sea como dice aquel viejo refrán: “Cada pueblo tiene el gobierno y las circunstancias que se merece.”
Aplausos, sí, recibí miles. Pero desde el sofá de las casas de quienes nunca se movieron. Mi partido, mi querido Partido Nacional, me dejó solo. Para varias cosas tuve que recurrir incluso a legisladores de Cabildo o del Partido Colorado, porque con los míos no logré concientizar lo suficiente. Eso sí, si había cámara de fotos o de televisión, ahí estaban.
Hice lo que pude. Pero me cayó la ficha de que la vida es muy corta y que tengo una hija de once años para criar. No me creo ni el Quijote ni David para seguir luchando contra Goliat. Y si no son todos una mafia, hacen mérito para parecerlo.
Volveré el año que viene, cuando termine mi libro y lo presente como mi último aporte a un país con amnesia y anestesiado. Ahora me voy a una aldea remota de quince habitantes en el lejano Ourense, Galicia, entre montañas y praderas verdes. Allí buscaré la paz que necesito para intentar aplacar, aunque sea un poco, las enfermedades que me causó esta lucha poco comprendida y tantas veces malinterpretada. Algunos pensaron que lo hacía por protagonismo o por rédito político. Nada más lejos. Lo hice por mis viejos y, estúpidamente, por mi país.
Hoy entiendo que mi país no es merecedor de mi salud ni de mi vida familiar.
Siempre he recordado que la primera persona que me ayudó cuando empecé la segunda etapa de esta lucha fuiste vos, y eso no lo olvido. Me enseñaron a ser agradecido, y lo estaré eternamente.
Te mando un gran abrazo.
Hasta siempre, amigazo.
