Pablo Melgar
El sábado 23 de agosto amaneció luminoso en el Uruguay serrano. Fresco, todavía con ese aire cortante del invierno, pero bañado por una claridad que anunciaba otro tiempo. Minas despertaba con un movimiento distinto: las calles cargadas de autos con patentes forasteras, la promesa de un fin de semana largo que se extendía por todo el país y que se respiraba en cada esquina.
Desde temprano, la agitación se sentía en el pueblo. En mi caso, la jornada tenía un plan definido: una cabalgata desde Marmarajá hasta el emprendimiento de mi amiga Noelia Franco, “El Secreto en las Sierras”, escondido detrás de Villa Serrana.
Con mi hermano Santiago llegamos al punto de partida poco después de las ocho de la mañana. Los caballos desayunaron maíz; se notó su alegría.
Ahí estaba Ron, mi compañero de siempre, sólido como una roca. El invierno no lo había doblegado: mantenía su peso, su musculatura y, sobre todo, esa mirada alerta que me acompaña en cada travesía. Lo observé mientras masticaba sus granos favoritos y confirmé lo que ya sabía: estaba listo para el viaje.
Tomamos la ruta 13 y desde el primer tramo notamos la diferencia con un día común. Gente que iba y venía, autos cargados, familias rumbo a la sierra. Yo preferí avanzar despacio, sin exigirle a Ron más de lo necesario. El frío y los pastos duros del invierno no son la mejor combinación para un caballo, y la idea era disfrutar, no correr.
A paso lento, la ruta reveló otra cara. La experiencia de andar a caballo siempre transforma el paisaje: las distancias parecen otras, los detalles se vuelven protagonistas. Cada arroyo es un desafío, cada casa con perros una señal de alerta. Pasé por la escuelita después del puente de Marmarajá, la comisaría, y continué por la ruta 8 vieja, recomendada para cabalgar.
Es un camino sereno, con arboledas que regalan sombra y una calma necesaria, aunque también con cicatrices: basura acumulada en algunos tramos, manchas que duelen en medio de tanta belleza.
El ingreso a Villa Serrana siempre es un momento especial. El asfalto facilita la llegada, aunque ya no queda aquella franja vegetal que acompañaba la ruta vieja.
El paisaje, sin embargo, habla de cambio: el invierno comenzaba a retirarse. Los verdes se mostraban más brillantes, tímidos todavía, pero cargados de promesa. Pájaros que no había visto en meses volaban cerca, como celebrando la transición de estación.
Villa Serrana late con vida. Camiones cargados con tanques de agua abastecen a los vecinos; las casas, muchas veces cerradas en otras épocas, ahora estaban habitadas. Parecía un pequeño pueblo alpino: movimiento en el supermercado de la entrada, familias recorriendo, turistas preguntando por alquiler de caballos. En contraste, la vieja casa y comercio de Perico permanecía cerrada, un símbolo que contrastaba con la vitalidad del resto.
Cerca de la represa Stewart, decidí dar un respiro a Ron. Bajé del caballo y caminé un par de kilómetros tirando de las riendas. Fue un regalo: así descubrí rincones como El Ventorrillo y los miradores, con vistas amplias sobre las sierras. La escuelita de Villa Serrana está hermosa.
La gente se acercaba con curiosidad, algunos querían alquilar mi caballo. Con una sonrisa respondí lo obvio: Ron no se alquila ni se vende. La reacción era siempre la misma: risa y asombro.
Más adelante, al tomar rumbo hacia el Camino del Marco de los Reyes, me crucé con un comercio que sí ofrecía caballos en alquiler. Varios autos esperaban turno. El caballo, pensé, sigue siendo un imán; un símbolo que no pierde vigencia en un mundo cada vez más digital.
El trayecto final me llevó hasta la Portera Celeste, un punto mítico en el paisaje serrano. Desde allí, el camino hacia el Secreto de las Sierras serpenteado entre colinas y curvas, recién remozado, perfecto para recorrerlo a caballo.
El aire limpio, el sonido del trote resonando entre las piedras, y cada curva regalando una nueva postal.
Al llegar, la casa de los Caballero Franco nos recibió con la calidez de siempre. La mesa ya estaba lista: un mediodía acogedor con amigos y aromas familiares.
Morena, la hija de Noelia, compartía la tarde con su novio; Martín y Jenny, parte del equipo, se movían entre preparativos. Y Noelia, con su toque inconfundible, hizo una cremita de chocolate mientras en las brasas se cocinaba un asado generoso.
La sobremesa se estiró entre charlas y anécdotas, y la tarde culminó con una recorrida por las hectáreas del complejo. Cada rincón invitaba a descubrir un detalle nuevo: árboles que resistieron al viento, senderos que invitaban a caminar, miradores desde los que el sol empezaba a caer sobre las sierras.
El regreso quedaba para el día siguiente: buscar otra vez a Ron, repetir el circuito, vivir de nuevo la ruta, el aire y los cerros. Pero esa, como toda buena historia, merece ser contada aparte.
