Por Sarah Vine
Déjame hacerte una pregunta, una pregunta honesta.
¿Cuántos terroristas judíos han hecho estallar estadios llenos de adolescentes inocentes y emocionados en los últimos años?
¿Cuántos judíos se han atado bombas al cuerpo y las han detonado en trenes del metro o en autobuses?
¿Cuántos paramilitares judíos han torturado o ejecutado mujeres por no usar velo, o por escuchar música, o por atreverse a salir de su casa sin su marido?
¿Cuántos judíos han apuñalado a personas que iban pacíficamente a su lugar de culto?
¿Cuántos han estrellado aviones contra edificios llenos de inocentes? ¿Cuántos han atropellado multitudes de compradores navideños con coches? ¿Cuántos se han filmado violando y mutilando “infieles”? ¿Cuántos han secuestrado aulas enteras de adolescentes para tomarlas como esclavas sexuales?
Pregunta genuina.
Respuesta: ninguno.
Y aquí va otra.
¿Cuál es el denominador común en todos esos ataques?
La respuesta es el islam radical.
La glorificación de la muerte en la búsqueda de una yihad global; la calificación de los musulmanes no extremistas como “apóstatas”; el rechazo de la cultura occidental —y en particular de los derechos de las mujeres y las minorías—; la creencia de que solo un estado islámico regido por la ley sharía puede ser legítimo, y la persecución de ese estado por cualquier medio necesario.
Ninguna otra fe en este planeta tiene una agenda así.
La Iglesia Católica puede haber cometido crímenes similares en el pasado, pero esos días quedaron atrás.
Ciertamente no el cristianismo actual.
Y, desde luego, no los judíos.
Todo lo que los judíos piden es el derecho a existir, en paz, a hacer su vida y practicar su religión sin ser perseguidos hasta la extinción. Como ocurrió en Europa en los años treinta. Como está ocurriendo ahora, en Medio Oriente, y cada vez más, en lugares que solían ser seguros, como Gran Bretaña y Estados Unidos.
Eso no significa que nunca haya habido extremistas judíos.
Se puede recordar el asesinato del primer ministro israelí Yitzhak Rabin en 1995, a manos de uno de los suyos, Yigal Amir; el deplorable “Underground judío” que operó en los años ochenta; o el grupo responsable del atentado del Hotel King David en Jerusalén en 1946.
Hay judíos malos, claro que los hay.
Pero en los anales recientes del terrorismo, los terroristas más prolíficos son los que suscriben las formas más radicales del islam, ya sean Al Qaeda, ISIS, los talibanes, Boko Haram, Hamás, Hezbolá o la Yihad Islámica.
Eso no es propaganda ni islamofobia; es un hecho.
Y estoy segura de que la mayoría de los musulmanes lo encuentran tan perturbador como yo.
Así que, ¿podemos dejar de una vez el autoengaño?
¿Podemos dejar de fingir que no hay un problema aquí, un gran problema, y que sus raíces no están en la existencia de un estado judío sino en la expansión de una agenda religiosa radical cuyo objetivo principal —la eliminación de Israel— es solo el primer paso hacia una meta declarada: erradicar a todos los no creyentes y establecer un califato global?
¿Podemos dejar de hacer concesiones a este culto misógino de la muerte que oprime a su propio pueblo y ha cometido varios genocidios bien documentados, desde los yazidíes en Irak y Siria hasta el genocidio de Darfur en los años 2000, donde 300.000 personas fueron asesinadas o desplazadas?
¿Podemos dejar de culpar a las víctimas y de buscar excusas para el odio hacia los judíos?
No soy judía.
Soy anglicana de toda la vida, esa fe tan “vainilla”, y me basta con eso.
Lo que pasó en Mánchester la semana pasada fue un punto de inflexión, el momento en que todos sus temores se hicieron realidad.
Fue la culminación de meses y meses de creciente sentimiento antijudío, en las calles de nuestras ciudades, en los campus universitarios, en internet: incesante, apenas disimulado, repugnante.
Y en gran medida, sin control.
Gran Bretaña libró una guerra entera para detener este tipo de cosas.
Mi abuelo y muchos de su generación perdieron su juventud y su cordura por esa causa.
No podemos quedarnos de brazos cruzados y permitir que vuelva a ocurrir.
Por muchos errores que haya cometido Israel, el odio a los judíos no está bien, del mismo modo que la islamofobia es inaceptable, sin importar cuántos crímenes se cometan en nombre de una interpretación retorcida del islam.
Israel es la nación judía, pero no todos los judíos son Israel.
Confundir las acciones de Israel con el pueblo judío en su conjunto es irracional, igual que fue irracional confundir la Unión Europea con Europa durante el referéndum del Brexit.
Es perfectamente posible criticar a uno sin odiar al otro.
Por eso, con razón, no juzgamos las acciones de todos los musulmanes por el comportamiento de, digamos, las bandas de explotación sexual o por las atrocidades cometidas por los talibanes o Boko Haram.
Pero, por alguna razón, no concedemos a los judíos el mismo trato.
¿Por qué? Antisemitismo.
El antisemitismo también explica por qué, si Israel es atacado, se espera que simplemente ponga la otra mejilla.
¿Qué otra nación, aparte de una judía, se vería obligada a actuar así?
Si Estados Unidos hubiera sufrido un asalto similar al perpetrado por Hamás el 7 de octubre, ¿crees que se habría contenido? Por supuesto que no.
Y sin embargo, como Israel es judío, se espera que aguante y calle.
En este mundo de lo “woke” y la corrección política, parece que el odio a los judíos es la única forma de prejuicio aceptable que queda.
Por eso la policía se muestra reacia a detener a los manifestantes anti-Israel, incluso cuando corean abiertamente consignas antisemitas. Está bien, parecen decir, son “untermenschen” (término nazi para “razas inferiores”, refiriéndose a eslavos y judíos), así que no cuenta.
También por eso, cuando denuncié recientemente a la doctora Rahmeh Aladwan —una médica radical del NHS que ha dicho que “el 90% de los judíos del planeta son genocidas”, que nunca condenará los ataques del 7 de octubre y que “el Royal Free Hospital de Londres es una cloaca de supremacía judía”— a la plataforma X, me respondieron que no había infringido las normas comunitarias.
¿En serio? Sustituye la palabra “judío” por “negro” o “musulmán” y dudo mucho que hubieran sido tan indulgentes.
Lo que ocurrió en Mánchester fue una consecuencia directa de todo esto.
Una vez que empiezas a decir que los judíos están cometiendo un genocidio, los peores individuos se sienten con derecho a hacer cosas terribles.
Si las autoridades y nuestros políticos no solo permiten sino que, en algunos casos, fomentan la demonización de toda una religión a través de las acciones de sus dirigentes, la gente termina saliendo herida.
Es lo mismo que juzgar a todos los musulmanes por las acciones del ayatolá Jameneí.
No soy especialmente religiosa.
No me importa demasiado en qué creas ni cómo expreses esa creencia, siempre y cuando no esperes que yo haga lo mismo ni que viva según tus reglas.
Esto es cierto para los judíos.
Tienen sus tradiciones, pero no esperan que otros las compartan.
Pueden ser reservados, pero no odian a quienes no creen lo que ellos creen.
No juran destruir a todos los que no son ellos.
Eso no es cierto del islam radical, que se considera la única fe verdadera y desea imponerse por cualquier medio posible.
El padre del hombre que apuñaló a esas personas en la sinagoga glorificó a los autores del 7 de octubre.
Los elogió en Facebook, escribiendo que las imágenes de los “combatientes asaltando” Israel con parapentes y motocicletas “demuestran sin lugar a dudas” que Israel sería destruido.
Ese mismo hombre llamó a su hijo Yihad.
Y así fue.
Su hijo cumplió su destino en Mánchester.
¿Cuántos más seguirán su ejemplo?
¿Cuántas atrocidades más se cometerán antes de que despertemos y reconozcamos cuál es el verdadero problema aquí?
Publicado en Daily News
Traducción de Serrano
