Pablo Melgar
La Semana de Lavalleja nació como un homenaje. En el fondo, su esencia es recordar al jefe de los Treinta y Tres Orientales, a quien dio nombre a este departamento y condujo a la victoria en Sarandí. Con los años, la fiesta popular fue creciendo, cambiando, adaptándose, pero sin perder del todo ese gesto inicial de reconocimiento. Sin embargo, este año —cuando se cumplen dos siglos de la batalla— la organización decidió mirar hacia otro lado. El bicentenario pasó de largo, como si no importara.
Cada 12 de octubre, las calles de Minas se llenan de caballos, de maestras que conducen a sus alumnos, de familias que se acercan a recordar la gesta.
Es un ritual popular, un símbolo que aún sobrevive pese a la indiferencia de quienes diseñan los programas oficiales entre risas y abrazos. La Semana de Lavalleja, conviene recordarlo, no es una feria importada ni una cita pensada para turistas: es la fiesta de los minuanos.
Este año, además, se agregaron actos en distintas localidades. Nadie se engañe: el mérito no es cultural, sino político. Donde hay un alcalde, hay un evento. Es decir, hay pactos, acuerdos, agradecimientos.
Las fotos muestran a los ediles blancos y al colorado compartiendo sonrisas con el intendente. Nada malo en ello. Pero no deja de ser la foto. La crónica queda.
Aunque el brillo cultural se apague y desaparezcan las pruebas deportivas, la Semana de Lavalleja tiene su público. De hecho lo convoca cada año, pero aún no se transforma en evento turístico. Y no lo hace porque le falta atrevimiento.
El abrazo de oso a una misma empresa organizadora ha convertido la programación en un esquema repetido. Se convoca a buenos artistas, sí, como Diego Torres o Marcela Morelo, pero sin la capacidad de arrastrar multitudes. El espectáculo entretiene, pero no deslumbra. Y tampoco enriquece como debería a los artistas locales, que siguen peleando por una vidriera digna.
Quizá —dirá algún lector— un homenaje a Lavalleja tampoco serviría para convocar multitudes. Y tal vez tenga razón. Pero lo cierto es que otras tierras lo han intentado, y han logrado encender pasiones patrióticas, reunir jinetes y familias enteras en celebraciones cargadas de identidad. Alcanza nombrar a Rivera, Paysandú, Tacuarembó, Artigas. Minas podría hacerlo. Minas debería hacerlo.
Juan Antonio Lavalleja no fue un burócrata ni un gestor de contratos. Fue el hombre que desafió la mediocridad de su tiempo, que cruzó el río en una chalupa entre buques enemigos y que devolvió la libertad a la patria. Esa gesta merece más que un olvido en la programación.
Aquí, en su tierra, se la recordará con una fiestita menor. Allá arriba, en cambio, el Libertador ya tiene asegurada la celebración mayor: la que otorgan los cielos a quienes hicieron historia con garra y coraje.
