Análisis por Ramiro García Pereira
“Crisis de la democracia”. Así, con todas las letras, lo repite la academia desde hace décadas. Robert Dahl
hablaba de poliarquía, ese gobierno de muchos que nunca son todos, apenas un puñado de dirigentes que
deciden por la mayoría. Joseph Schumpeter, por su parte, la reducía a un sistema de circulación de élites
donde el pueblo solo actúa como árbitro cada tanto, para elegir a qué grupo de poderosos le toca
administrar el poder por un rato.
En el papel suena frío, teórico, casi abstracto. Pero basta mirar lo que pasa en el mundo real para
comprobar que esa crisis no es un invento de politólogos, sino una herida abierta en la vida de millones.
Nepal: los “nepo-kids” y la ira de una generación
En Nepal, un país marcado por la pobreza y las promesas incumplidas, los jóvenes se hartaron. Mientras
el desempleo crecía y las políticas públicas fracasaban, los hijos de los políticos —los llamados “nepo-
kids”— desfilaban en Instagram mostrando autos, mansiones y vacaciones en Gstaad. No solo se
beneficiaban del nepotismo, además lo exhibían como un trofeo para que todos les vieran en las redes
sociales, sobre como ellos disfrutaban de gastar en lujos prohibitivos a costillas del pueblo, el dinero de
los impuestos.
La respuesta fue brutal: protestas masivas, un parlamento incendiado, políticos linchados, algunos
asesinados. Una generación que había perdido toda fe en las instituciones prefirió prender fuego antes que
seguir mirando cómo la casta se repartía privilegios. El comunismo llegado por vía democrática en el
poder no fue un antídoto contra la corrupción: al final, lo mismo de siempre, poder concentrado en pocas
manos, beneficios para unos pocos familiares y amigos, y frustración para todos los demás.
Argentina: del rugido libertario al silencio de las promesas rotas
A miles de kilómetros de Nepal y bien cerquita de nosotros, en Argentina, el guión es parecido. Javier
Milei llegó al poder montado en un discurso feroz contra la “casta”, prometiendo barrer con los parásitos
de la política tradicional. Muchos jóvenes lo siguieron con entusiasmo, cansados de décadas de
peronismo, kirchnerismo y macrismo.
Pero la historia se repite: su hermana y actual Secretaria de Presidencia Karina (nepotismo), “El Jefe”,
aparece involucrada en un escándalo de sobornos millonarios. Su amigo y funcionario estrella, Spagnuolo,
lo denunció desde adentro “sin querer queriendo”. A esto anterior, hay que sumarle que Milei arrastraba
previamente el haber promocionado una criptomoneda trucha, el famoso caso de $Libra, que terminó
desplumando a miles de ahorristas.
Lo que más duele a muchos de sus seguidores no viene de la oposición, sino de adentro: referentes
libertarios que fueron pilares de su campaña, como el youtuber Emmanuel Danann, empezaron a
denunciar en público el acomodo de amantes, familiares y adulones en cargos de poder, mientras los
más capaces quedaban relegados por decir verdades incómodas que aunque le hagan bien, el poder en su
soberbia no quiere escuchar, solo quiere escuchar alabanzas y aplausos, aunque le hagan mal. Así, de
promesa libertaria pasó a sospechas de nepotismo y favoritismo, el mismo patrón de siempre, solo que
ahora bajo el envoltorio de un liberalismo radical.
No son las ideologías, son las personas
Nepal comunista o Argentina libertaria, el resultado es el mismo: la política usada como trampolín para
beneficios personales, familiares y carnales. No importa el color ideológico ni las banderas: si los que
gobiernan son incapaces de resistir la tentación del acomodo, los bajos instintos y la impunidad, la
democracia se vacía de contenido.
La verdadera crisis de la democracia no está solamente en los libros, está en esa desilusión que cala hondo
en los jóvenes. Es la sensación de haber votado un cambio y recibir más de lo mismo o incluso peor que
lo anterior. Es ver que los que llegan al poder, en vez de honrar sus promesas, se dedican a servirse a sí
mismos.
Reflexión final
Y entonces la pregunta que queda en el aire es: ¿qué democracia es esta? ¿Una poliarquía de manual? ¿Un
turno de élites en la rosca del poder? ¿O apenas un espejismo que usamos para no aceptar que la política,
tal como está, no responde a la gente?
Quizás la respuesta sea más amarga: la democracia no muere de un golpe de Estado ni de tanques en la
calle. Muere de a poco, cada vez que un gobernante prefiere poner a su hermana, a su amante o a su
amigo antes que a los mejores. Muere cuando el ciudadano se siente estafado, cuando la promesa se
convierte en burla.
Y en ese espejo —del Nepal incendiado al Buenos Aires desencantado— se nos devuelve la imagen de lo
que realmente está en crisis: no solo las instituciones, sino la fe misma en que algún día la democracia sea
lo que alguna vez prometió ser, el gobierno de todos y para todos.
