Pablo Melgar
La violencia, en cualquiera de sus formas, es injustificable. En un escenario ideal, las operaciones militares serían quirúrgicas: entrar, capturar y retirarse, dejando el resto en manos de la Justicia. La distancia entre ese ideal y la realidad es conocida, pero el parámetro sigue siendo válido.
Lo que resulta más difícil de procesar es la recurrencia de líderes que no aceptan el resultado de las urnas y buscan imponer soluciones externas como si la autodeterminación fuera un lujo prescindible.
Uruguay ha visto de cerca lo que producen esas intervenciones y también la facilidad con la que ciertos sectores se alinean con ellas. El respeto por las instituciones —y por quienes, desde las armas, cumplen su función en el marco republicano— debería ser una base compartida. No siempre lo es.
En ese contexto, sorprende que gobiernos apoyados en una riqueza petrolera inmensa hayan preferido aproximarse a Irán y a su ambición nuclear, un rumbo difícil de justificar incluso bajo la lógica geopolítica más laxa. La apuesta energética nunca fue convincente y la deriva ideológica terminó condicionando decisiones estratégicas que hoy pesan.
Las alianzas comerciales se explican más fácilmente. Lo que no se explica es el entusiasmo que generaron en Montevideo figuras cuyo proyecto político ya mostraba signos de deterioro.
La escena permanece nítida: Nicolás Maduro conduciendo un ómnibus a contraflecha por la capital mientras dirigentes sindicales locales competían por una foto, un gesto, una promesa.
La búsqueda de respaldo financiero fue tan evidente como la incomodidad posterior para quienes, en su momento, legitimaron el espectáculo.
Algo parecido ocurrió durante las visitas de Hugo Chávez.
El salón del PIT-CNT colmado, la variedad de corrientes sindicales reunidas bajo una misma expectativa y la disposición general a aplaudir discursos que ya entonces desentonaban con la realidad venezolana. Los petro dólares, es cierto, no preguntan por la ideología. Pero dejan huellas.
Hoy el horizonte político en Venezuela muestra señales de cambio. La inminencia de la salida del régimen abre un espacio para el retorno democrático, con todas las dificultades que eso implica. La extinción del liderazgo que concentró poder durante años no genera lamentos fuera de su núcleo más cercano.
Queda una pregunta incómoda para este lado del Río de la Plata: ¿qué dirán ahora quienes celebraron con tanta naturalidad aquel vínculo? ¿Cómo justificarán su entusiasmo público, sus gestos de adhesión, sus beneficios? ¿Dónde están hoy?
Las respuestas, previsiblemente, serán escasas. Pero el registro permanece. Y cuando la historia cambie de página, la memoria sobre quienes la aplaudieron seguirá siendo un dato relevante para entender el cuadro completo.
